sábado, 21 de julio de 2007

Día 38 - Nagavani, ejemplo de niña apadrinada

Visita a Nagavani

Ravi ha citado a Josep esta mañana a las 9h30 para ir a visitar a Nagavani, de 15 años, su niña apadrinada, y su familia, a Kandlagudur, un pueblo situado a una hora en coche de Anantapur, en la antigua región de Garladinne, actualmente Gooty.

Antes de eso, Josep decide ir a comprarles algún regalo, que, con la ayuda del intérprete, resultan ser: dos punjabis para Nagavani, unos vaqueros y un polo para el hermano pequeño (11), unos vaqueros y una camisa para el hermano mediano (18), un longui y una camisa para el mayor (22), otros para el padre y un saree para la madre; además de otras provisiones para la familia y caramelos para la gente del pueblo.

Y nos ponemos en marcha. La carretera está bastante bien en la mayor parte del viaje, hasta que llegamos a la recta final, un auténtico camino de cabras. Paramos a recoger al responsable de la zona, que habla inglés, hindi y telugu.

Al llegar, vemos que la gente, toda ella de campo, deja de trabajar acercándose al coche. En esto aparece Nagavani con dos collares de flores de jazmín fresco que, al saludarla, nos coloca primeramente a Josep y luego a mí. Resulta ser una chica guapísima y va vestida con un punjabi de color naranja. Ahí Josep ha demostrado tener un ojo excelente, pues uno de los dos que le ha comprado es de ese mismo color.

Nos presenta a su padre, vestido con una camiseta interior agujereada y un longui de cuadros azules y blancos; su madre, con un elegante saree verde; y hermanos, con longuis y camiseta (el mayor), camisa (el mediano) y vaqueros y camisa el pequeño. Nos llevan al salón de su casa, un cuarto de apenas diez metros cuadrados, ocupado casi la mitad por las cuatro sillas de plástico puestas para nosotros, rodeados por toda la gente del pueblo que cabía en el pequeño habitáculo. Mientras nos sentamos, nos trajeron galletas, plátanos y cocos.

Resumiendo un poco la conversación, Nagavani nos cuenta, en telugu —bendito sea el intérprete—, que viven ocho en su casa y que le encanta ir a la escuela, donde sus asignaturas preferidas son el inglés y el telugu. Es más, en un futuro le gustaría ser profesora de inglés. Josep les habla de su familia y habla en boca de su madre, Teresa, la madrina de la niña.

«¿Estás bien?», me pregunta Josep disimulando. «Sí, sí», miento, «¿y tú?» «Bien…» Ambos sabíamos lo incómoda que estaba siendo esa situación. ¿Qué habían hecho para tener que vivir así? El asfalto de la carretera se quedaba varios kilómetros atrás. Vivían entre gallinas, cabras y búfalas. Las ventanas de las casas estaban cubiertas por sacos de patata a modo de cortinas. No obstante, tenían electricidad, aunque poco duró. Trajeron abanicos y el mediano de los hermanos, junto con su cuñada y otros dos habitantes del pueblo comenzaron a abanicarnos. Insistimos en que no se molestaran, que estábamos bien, fracasando una y otra vez.

Estábamos ahí, como si tal cosa, intentando romper el hielo hablando de nuestras costumbres, intentando no pensar en dónde y cómo estábamos. Si, por un momento, te parabas a pensar lo que realmente estabas viviendo, la reacción no se hubiera hecho esperar. A decir verdad, fue una situación muy emotiva. No sé si alguna vez he llegado a sentir algo parecido. Sin pensarlo, intentamos hacerles reír contándoles historias. Por ejemplo, no concebían que viviera y, por lo tanto, cocinara y limpiara solo; es más, la abuela tuvo que preguntarle al intérprete si lo había entendido bien.

Rápidamente, Josep pasó al que resultó ser el momento de mayor dificultad de aguante: la distribución de los regalos. Bastaba con mirarles las expresiones de felicidad en las caras, al recibir los regalos, para echarse a temblar. El padre no dudó un momento en ponerse la camisa nueva y el longui al hombro. Distribuyeron los caramelos, uno a uno, entre la gente del pueblo. En cuanto Josep comentó el hacernos fotos con ellos, Navagani fue corriendo a ponerse el punjabi naranja.

Foto individual, con Josep, con su familia, con el pueblo entero… Navagani fue la protagonista de esa jornada de sábado, en la que al desaparecer con el Jeep, volverían al trabajo como cualquier otro día. Tras unas cuantas fotos, nos despedimos subiéndonos al coche. La gente se volcó hacia nosotros «Bye! Bye!», ofreciéndonos las manos para estrechárselas, …

Fue una sensación increíble, una sensación imposible de olvidar. Una vez en el coche, de vuelta a la fundación, pasaron unos minutos de silencio hasta que Josep los rompió dándome una palmada en el muslo: Volvíamos al mundo (ir)real.










Anantapur

Durante la comida estuvimos hablando un buen rato con Elsa y Miquel, que lleva unos días enfermo. Nos dio unas pequeñas y fascinantes lecciones de fotografía vinculada con la publicidad y, más tarde, recomendó ir a dar una vuelta por la zona vieja de Anantapur y hacia allá nos dirigimos, preguntando un poco qué calles coger.

Paramos por una tienda de dulces y un puesto de cocos para saciar nuestra sed. Nos cruzamos con un travesti. Nunca había visto uno en la India y parece ser que no son tan poco frecuentes, dando a menudo algún que otro problema. Josep se compró una camisa para remodelar su vestuario o, mejor dicho, mochila. Y ya atardeciendo seguimos nuestro paseo hacia el RDT.

La niña de la mazorcaDe camino, nos cruzamos con dos niñas guapísimas, junto a tres cerdos. Llevaban puesto unos vestiditos gastados de años de lavado: probablemente fueran heredados de alguna hermana o familiar. La más delgadita, de pelo recogido con dos coletas trenzadas, sujetaba entre los dedos, con cuidado, una mazorca de maíz tostada, que mordisqueaba a pequeños bocaditos. Al vernos pasar, comenzaron a reír con timidez, tapándose la boca con la mano. Me miraron la cámara y les pregunté si querían una foto, a lo que una salió corriendo unos pasos hacia atrás, riendo aún más. A la de la mazorca le saqué una foto y se la enseñé y la otra volvió corriendo a verla y se quedó para que le sacara otra a ella. Estaban encantadas. Me impactó, una vez más, la expresión en los ojos y en la cara de ambas, pero sobre todo en la de la niña de la mazorca. Una mirada que lleva dos noches quitándome el sueño.

«Uncle, uncle»Más adelante, a escasos metros de la fundación, nos cruzamos con un grupo de niños que jugaban al cricket en un descampado separado de la carretera por unas ramas espinosas puestas a modo de barrera. Nos llamaban a gritos de «Uncle, uncle!» y decidimos acercarnos un momento. Luego pedían que les fotografiáramos solos, en parejas o en grupo, posando, haciendo el tonto, … Un cuarto de hora más tarde Josep y yo empezamos a sentirnos un pelín agobiados y estos pedían más y más fotos: «Uncle, uncle! Look! One picture! One picture!»

Al poco llegó la madre de uno de ellos, y me pidieron que también la retratara. Las carcajadas aumentaban a cada disparo. Josep salió del descampado y vi que le habían reclamado en una de las casas de en frente, la de uno de ellos. Cuando por fin consigo salir del descampado, me acerco a Josep, con todos los niños detrás, que tiene cara de asustado. Al parecer, el padre de la familia le ha pedido que se case con su hija. Yo allí no puedo más y me parto de risa.

Nos escapamos echando a andar hacia la fundación con los niños persiguiéndonos para que pasemos por sus casas. Estamos forzados a sacarles algunas fotos hasta que aparece un auto rickshaw colectivo a modo de rescate y nos subimos de un salto… ¡Por fin!

FVF-RDT

En la cena, Odile, Sandra, Alba, Nuria, Josep y yo decidimos salir, por la mañana temprano, hacia Gooty, a una hora en bus de Anantapur, después de haber descartado la opción de Puttaparthi.

Por la noche, después de habernos "cerrado" (¿?) el maravilloso Seven, nos juntamos frente a las habitaciones de Martí y Pere, de un lado, y Sandra de otro. Habían preparado un cubo de ginebra con 7up y limón exprimido. Estaba riquísimo. Y allí nos quedamos Xavi, Elsa, Llorenç, Miquel, Javier, Pedro, dos chicas y dos chicos de Bangalore, Maria José, Martí, Pere, Goretti, Núria, Alba y Tori, Odile, Blanca, Sandra y yo. Unas copas, unas risas, unas muñeiras, más copas, más risas… En resumen, una gran noche. Y poco a poco fuimos cayendo, hasta que, quince minutos para las cinco, cuando quedábamos cuatro, decido irme a la cama.

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